Declaración de Fe | Iglesia Evangélica Pentecostal de Cuba (Asambleas de Dios)

Declaración de Fe

La Biblia es la regla suficiente de fe y conducta. Por lo tanto, esta Declaración de Verdades Fundamentales tiene el objetivo de presentar las bases para el establecimiento de la confraternidad entre nosotros. En otras palabras, para que todos hablemos las mismas cosas (Hch. 2:42; 1 Co. 1:1–10). Esta declaración no es inspirada ni se pretende que se estime así; pero las verdades que se presentan en ella son consideradas esenciales para el ministerio pentecostal, según se reconoce en el Artículo V de la Constitución General. Constituye, además, una adecuación de la declaración fundacional adoptada por la Fraternidad Mundial de las Asambleas de Dios, para el ejercicio de la fe y el ministerio en nuestras iglesias en Cuba. No se afirma que esta declaración contenga todas las verdades de la Biblia, pero abarca las que son imprescindibles para las necesidades actuales.

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La inspiración de las Sagradas Escrituras

Las Escrituras, el Antiguo y el Nuevo Testamento, fueron inspiradas verbalmente por Dios y son la revelación divina para el hombre, y la regla infalible de fe y conducta. La Biblia es superior a la conciencia y a la razón, sin ser contrarias a éstas (2 Ti. 3:15–17; 1 Ts. 2:13; 2 P. 1:20–21). A la Biblia no se le puede añadir ni quitar (Mt. 5:18–19; 1 P. 1:24–25; Ap. 22:18–19).

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El único y verdadero Dios (La Deidad Adorable)

a) Definición de términos
Los términos “Trinidad” y “Personas” relacionados con la Santa Deidad, aunque no se encuentran en las Sagradas Escrituras, son vocablos que están en armonía con la Biblia y pueden transmitir a otros nuestros conocimientos inmediatos de la doctrina de Cristo con respecto a Dios. Por lo tanto, podemos hablar con propiedad del Señor nuestro Dios, que es un Señor, diciendo que se trata de una Trinidad, o sea, de un ser en tres personas, sin apartarnos por ello de las enseñanzas bíblicas (Mt. 28:19; Jn. 14:16–17; 2 Co. 13:14).

b) Distinción y Parentesco en la Trinidad
Cristo enseñó una distinción de personas en la Trinidad, a las cuales designó con términos específicos de relación y parentesco, es decir, Padre, Hijo y Espíritu Santo; pero esta distinción, en lo que a forma se refiere, es inescrutable e incomprensible, pues la Biblia no lo explica (Lc. 1:35; 1 Co. 1:24; Mt. 11:25–27; 28:19; 2 Co. 13:14; 1 Jn. 1:3–4).

c) Unidad del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo en un Ser
De manera que, hay algo en el Hijo que lo constituye Hijo y no Padre; hay algo en el Espíritu Santo que lo constituye Espíritu Santo y no Padre o Hijo. Por lo tanto, el Padre es el Engendrador y el Hijo el Engendrado, mientras que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. Así que, por cuanto estas tres personas de la Trinidad viven en un estado de unidad, existe un solo Dios Todopoderoso y tiene un solo nombre (Jn. 1:18; 15:26; 17:11, 21; Zac. 14:9).

Toda obra en el reino de Dios es realizada por las tres personas de la deidad en perfecta unidad. Esta es la esencia de la Trinidad. Es decir, el Padre es autor, es la persona divina que origina la obra en el reino de Dios (Gn. 1:3; Ro. 8:3; Jn. 3:16; Sal. 119:9–11; 2 Ti. 3:16–17). El Hijo es el agente, es la persona divina que ejecuta la obra en el reino de Dios (Jn. 1:1–3; Fil. 2:5–8; Ro. 5:6–8; He. 10:10–14; Jn. 1:1–3, 14); y el Espíritu Santo es el aplicador, es la persona divina que aplica la obra del reino de Dios (Gn. 1:2; Mt. 1:20; Jn. 3:3–8; Ro. 8:12–13; 2 P. 1:20–21).

d) Identidad y cooperación dentro de la Trinidad
El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no son idénticos en lo que respecta a persona; no se les confunde en cuanto a parentesco; no están divididos en cuanto a la Trinidad; ni hay oposición entre las personas en cuanto a cooperación. El Hijo está en el Padre y el Padre en el Hijo en cuanto a relación. El Hijo está con el Padre y el Padre con el Hijo en cuanto a comunión. El Padre no procede del Hijo, sino el Hijo del Padre en lo que respecta a autoridad. En lo que se refiere a naturaleza, relación, cooperación y autoridad, el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo. Por lo tanto, ninguna de las personas de la Trinidad existe u opera separada o independientemente de las otras (Jn. 5:17–30, 32, 37; 8:17–18).

e) El título “Señor Jesucristo”
El título “Señor Jesucristo” es un nombre propio. Nunca se le aplica en el Nuevo Testamento al Padre o al Espíritu Santo. Por lo tanto, pertenece exclusivamente al Hijo de Dios (Ro. 1:3, 7; 2 Jn. 3).

f) El Señor Jesucristo: Dios con nosotros
El Señor Jesucristo, en lo que respecta a su naturaleza divina y eterna, es el Verdadero y Unigénito Hijo del Padre, mas en lo que respecta a su naturaleza humana, es el verdadero Hijo del Hombre. Por lo tanto, se le reconoce como Dios y Hombre. Y por el hecho de que es Dios y Hombre, es Emanuel, Dios con nosotros (Mt. 1:23; 1 Jn. 4:2, 10, 14; Ap. 1:13, 17).

g) El título Hijo de Dios
El nombre Emanuel abarca lo divino y lo humano en una persona, nuestro Señor Jesucristo. El título Hijo de Dios describe su verdadera deidad mientras que Hijo del Hombre expresa su verdadera humanidad. De manera que el título Hijo de Dios pertenece al orden de la eternidad, mientras que Hijo del Hombre corresponde a lo temporal o cronológico (Mt. 1:21–23; 1 Jn. 3:8; 2 Jn. 3; He. 1:1–13; 7:3).

h) Transgresión de la doctrina de Cristo
Es una transgresión de la doctrina de Cristo afirmar que el Señor Jesús deriva su título de Hijo de Dios solamente del hecho de la encarnación. De modo que, negar que Dios es un Padre real y eterno, y que Jesús es un Hijo real y eterno es negar la distinción y relación en la Trinidad, lo cual equivale a negar al Padre y al Hijo, y constituye una negación de la verdad de que Jesucristo fue hecho carne (Jn. 1:1–2, 14, 18, 29, 49; He. 12:2; 1 Jn. 2:22, 23; 4:1–5; 2 Jn. 9).

i) Exaltación de Cristo como Señor
El Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo, después de limpiarnos del pecado con su sangre, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas, sujetándose a Él los ángeles, principados y potestades. Después de ser hecho Señor y Cristo, envió al Espíritu Santo para que, en el nombre de Jesús, se doble toda rodilla y toda lengua confiese que Él es el Señor para gloria del Padre, hasta el fin, cuando el Hijo mismo se sujete al Padre, para que Dios sea todo en todos (Hch. 2:32, 36; Ro. 14:11; 1 Co. 15:24–28; Col. 3:11; He. 1:3; 1 P. 3:22; Fil. 2:9–11).

j) Igual honor para el Padre y el Hijo
Siendo que el Padre ha dado al Hijo todo el juicio, es un deber de todos en el cielo y en la tierra postrarse ante Él, y un gozo en el Espíritu Santo darle al Hijo todos los atributos de la deidad y atribuirle todo el honor y la gloria contenidos en todos los nombres y títulos divinos (excepto los que denotan parentesco, como se indica en los párrafos b, c y d), honrando así al Hijo como se honra al Padre (Jn. 5:22–23; 1 P. 1:8; Ap. 5:6–14; Fil. 2:8–11; Ap. 4:8–11; 7:9–10).

k) La persona divina del Espíritu Santo 
Las Escrituras revelan que el Espíritu Santo es una persona divina. Entre las características que manifiestan su personalidad se encuentran: intelectualidad, sensibilidad y voluntad (Ro. 8:27, 15:30; Ef. 4:30; 1 Co. 12:11). Entre las características que manifiestan su divinidad se encuentran: su eternidad, omnipresencia, omnisciencia y omnipotencia (He. 9:14; Sal. 139:7–10; 1 Co. 2:10–11; Lc. 1:35; Hch. 1:8). Es llamado Dios y, como persona divina, merecedor de igual honor y dignidad que el Padre y el Hijo.

l) El ministerio del Espíritu Santo
Como parte de su ministerio, el Espíritu Santo convence al mundo de pecado, de justicia y de juicio (Jn. 16:8–11), lleva a cabo la regeneración en el creyente (Jn. 3:5–7; 2 Co. 5:17; Ef. 2:5; Tit. 3:5) y le confiere poder para testificar de Cristo (Hch. 1:8). Como maestro, le revela al cristiano las verdades divinas (1 Co. 2:12–14), le ayuda en su oración al Dios Padre (Ro. 8:26–27) y produce en él su fruto, transformando su carácter (Gá. 5:16–18, 22–23).

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La Deidad del Señor Jesucristo

El Señor Jesucristo es el eterno Hijo de Dios. Las Sagradas Escrituras declaran:

a) Su nacimiento virginal (Mt. 1:23; Lc. 1:31, 35).
b) Su vida sin pecado (He. 7:26; 1 P. 2:22).
c) Sus milagros (Hch. 2:22; 10:38).
d) Su obra vicaria en la cruz (1 Co. 15:3; 2 Co. 5:21).
e) Su resurrección corporal de entre los muertos (Mt. 28:6; Lc. 24:39; 1 Co. 15:4).
f) Su exaltación a la diestra de Dios (Hch. 1:9–11; 2:33; Fil. 2:9–11; He. 1:3).

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La caída del hombre

El hombre fue creado bueno y justo, porque Dios dijo: “Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a nuestra semejanza” (Gn. 1:26). Sin embargo, el ser humano, por su propia voluntad cayó en transgresión; incurriendo así, no solo en la muerte física sino también en la espiritual, la cual consiste en la separación de Dios. Se convirtió, además, en esclavo del pecado, condenándose a sí mismo al fuego eterno que fue preparado para el diablo y sus ángeles (Gn. 1:26–31; 2:17; 3:1–7; Ro. 5:12–21; Ro. 6:16; Mt. 25:41).

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La salvación del hombre

La salvación del hombre es un acto de gracia concedido por Dios a través de la fe en Jesucristo, produciendo una transformación espiritual y milagrosa que tiene lugar en el alma y en la vida del creyente (Jn. 3:3–5; 2 Co. 5:17; Ef. 4:22–24). 

a) Las condiciones para la salvación 
La salvación se recibe a través del arrepentimiento de los pecados para con Dios y la fe en el Señor Jesucristo. El hombre se convierte en hijo y heredero de Dios según la esperanza de vida eterna, por el lavamiento de la regeneración, la renovación del Espíritu Santo y la justificación por la gracia a través de la fe (Lc. 24:47; Jn. 3:3; Ro. 10:13–15; Ef. 2:8; Tit. 2:11; 3:5–7).

b) El único medio de salvación 
La única esperanza de salvación para el hombre es a través de la sangre derramada de Jesucristo, el Hijo de Dios (Hch. 4:12; 16:30–31). Jesucristo es el único camino para llegar al Padre y el único mediador entre Dios y los hombres (Jn. 14:6; 1 Ti. 2:5–6).

c) Las evidencias de la salvación 
La evidencia interna de la salvación es el testimonio directo del Espíritu Santo (Ro. 8:16). La evidencia externa de la salvación ante todos los hombres es una vida de justicia y verdadera santidad (Ef. 4:24; Tit. 2:12).

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Las ordenanzas de la Iglesia

a) El bautismo en agua es una ordenanza directamente instituida por Cristo (Mt. 28:18–20). Por medio del bautismo, el creyente declara ante el mundo que ha muerto con Cristo y que ha resucitado con Él para andar en una nueva vida. Es una señal exterior del cambio ocurrido en el interior de la vida del creyente (Mt. 28:19; Mr. 16:16; Hch. 10:47–48; Ro. 6:4). No es un acto de iniciación en la vida cristiana, sino en la iglesia cristiana local y visible. Es la ceremonia principal que significa la entrada de una persona en la comunidad cristiana.

b) La Santa Cena no la concebimos como un sacramento, sino como una ordenanza directamente instituida por Cristo (Mt. 26:17–29; Mr. 14:12–25; Lc. 22:7–23; 1 Co. 11:23–26), y designada para ser observada en la iglesia “hasta que Él venga”. La cena representa la obra de Cristo y aunque no confiere gracia salvífica, sí es un poderoso medio para recordar la aplicación de la gracia concedida por Dios. Es un recordatorio de los sufrimientos y muerte de nuestro Señor Jesucristo y una profecía de su segunda venida (1 Co. 11:26).

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El bautismo en el Espíritu Santo

Todos los creyentes pueden y deben buscar fervientemente la promesa del Padre, el bautismo en el Espíritu Santo, de acuerdo con el mandato de Jesucristo. Esta era una experiencia normal y común para los integrantes de la primera iglesia cristiana. Con este bautismo el creyente recibe una investidura de poder para la vida y el servicio (Lc. 24:49; Hch. 1:4, 8; 1 Co. 12:1–31). Esta experiencia es distinta de, y subsecuente a la del nuevo nacimiento (Hch. 2:1–3; 8:12–17; 10:44–46; 11:14–17; 15:7–9; 19:1–7).

Con el bautismo en el Espíritu Santo, el creyente recibe:

a) Una llenura del Espíritu (Jn. 7:37–39; Hch. 4:8).
b) Una actitud de reverencia delante de Dios (Hch. 2:43; He. 12:28).
c) Una intensa consagración a Dios y dedicación a su Obra (Hch. 2:42).
d) Un amor más activo por Cristo, la Palabra de Dios y los perdidos (Mr. 16:20).
e) Una dimensión mayor en la adoración y relación con Dios (1 Co. 2:10–16; Caps. 12–14).
f) Una mayor capacitación para evangelizar en el poder del Espíritu con señales y milagros (Mr. 16:15–20; Hch. 4:29–31; He. 2:3– 4).
g) Una mayor capacidad para responder a la plena manifestación del Espíritu Santo en la expresión de frutos, dones y ministerios como en los tiempos del Nuevo Testamento para la edificación del cuerpo de Cristo (Gá. 5:22–26; Ef. 4:11–12; 1 Co. 12:28; 14:12; Col. 1:29).

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La evidencia física inicial del bautismo en el Espíritu Santo

El bautismo de los creyentes en el Espíritu Santo se evidencia con la señal física inicial de hablar en otras lenguas como el Espíritu les concede (Hch. 2:4; 10:44–48, 11:15–17; Hch. 19:1–7). El hablar en lenguas, en este caso, es idéntico en esencia al don de lenguas mencionado en (1 Co. 12:4–10, 28), pero es diferente en propósito y uso.

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La santificación

Las Escrituras enseñan una vida de santidad sin la cual nadie verá a Dios (He. 12:14). Por el poder del Espíritu Santo podemos obedecer este mandamiento: “Sed santos, porque yo soy santo” (1 P. 1:15–16). La plena santificación es la voluntad de Dios para todos los creyentes y debe ser buscada con ahínco para andar en obediencia a la Palabra de Dios (1 Ts. 5:23; 1 Jn. 2:6).

a) La santidad significa:
- Limpio de toda inmundicia (2 Cr. 29:5, 15).
- Apartado y separado del pecado (1 Ts. 4:3; 2 Co. 6:17).
- Consagrado para Dios (Nm. 8:17).

b) La santidad se alcanza:
- Por fe y obediencia a la Palabra de Dios (Jn. 17:17; Ef. 5:26).
- Por fe en la sangre de Jesucristo (He. 10:29; 1 Jn. 1:7–8).
- Por la obra del Espíritu Santo en el corazón y en la vida (1 P. 1:2; Gá. 5:16, 25).

c) La santidad se efectúa de forma:
- Instantánea: en el momento de la conversión (1 Co. 6:10, 11).
- Progresiva: en todo tiempo el creyente se esforzará por perfeccionar la santidad en su corazón y en su vida (2 Co. 7:1).

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La Iglesia y su misión

La iglesia es el cuerpo de Cristo, la morada de Dios por el Espíritu Santo, divinamente capacitada para el cumplimiento de su gran comisión. Cada creyente nacido del Espíritu forma parte integral de la congregación de los redimidos, cuyos nombres están inscriptos en los cielos (Ef. 1:22; He. 12:23).

El propósito de Dios en relación con el hombre es buscar y salvar lo que se había perdido, ser adorado por el ser humano y edificar un cuerpo de creyentes a la imagen de su Hijo. Por tanto, la principal razón de ser de las “Asambleas de Dios” como parte de la iglesia de Cristo es:

a) Ser una entidad corporativa en la que el hombre pueda adorar a Dios (1 Co. 12:13).
b) Ser una agencia de Dios para la evangelización del mundo (Hch. 1:8; Mt. 28:19, 20; Mr. 16:15–16).
c) Ser un canal para el propósito de Dios de edificar a un cuerpo de santos, perfeccionados a la imagen de su Hijo (Ef. 4:11–16; 1 Co. 12:28; 14:12).
d) Ser un pueblo que muestra el amor y la compasión de Dios a todo el mundo (Sal. 112:9; Gá. 2:10; 6:10; Stg. 1:27).
Las “Asambleas de Dios” existen, expresamente, para dar continuo énfasis a esta razón de ser, según el modelo apostólico del Nuevo Testamento; enseñando a los creyentes y alentándoles a que sean bautizados en el Espíritu Santo. 

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El ministerio

Dios ha provisto un ministerio cuyo llamamiento y ordenación vienen de Él con el triple propósito de dirigir a la iglesia en:

a) La adoración a Dios en espíritu y en verdad (Jn. 4:23–24; Col. 3:16).
b) La evangelización del mundo (Mr. 16:15–20; Hch. 1:8).
c) La edificación del cuerpo de Cristo, para perfeccionar a los santos a la imagen de su Hijo (Ef. 4:11–13,16), instruyéndolos debidamente en las doctrinas sagradas de la Santa Biblia, para su crecimiento en:
- Conocimiento espiritual (2 P. 3:18).
- Santidad y fuerza moral (Sal. 11:7).
- Amor a Dios y al prójimo (Mt. 22:37–39; Jn. 13:34).

Estos tres objetivos son los ideales más altos que pueden inspirar al alma del hombre. Esforzándose el nuevo creyente en cumplirlos, su vida será cambiada en una de carácter cristiano verdaderamente noble, trayendo honra y gloria a Dios, y también almas a los pies de Cristo, su Salvador.

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La sanidad divina

La sanidad divina ha sido provista en la expiación, y constituye el privilegio de todo creyente (Is. 53:4,5; Mt. 8:16–17).

a) La enfermedad y la muerte deben su origen al pecado (Ro. 5:12). No necesariamente una persona enferma está en pecado.
b) Nuestro Dios es un Dios sanador (Éx. 15:26).
c) Ni la enfermedad ni la muerte son bendiciones (Éx. 15:26; Dt. 28:15–68).
d) Es el diablo, y no Dios, el autor de la enfermedad y la muerte (Lc. 13:11–17; Hch. 10:38; He. 2:14,15; 1 Jn. 3:8).
e) Dios quiere sanar a todos los enfermos (Mt. 8:16; Hch. 5:12–17).
f) Cristo fue hecho maldición por nosotros, a fin de que quedáramos librados de la maldición del pecado (Gá. 3:10–14).
g) En la expiación se establece una estipulación amplia para nuestra sanidad física. Estos beneficios se obtienen únicamente por la fe en el sacrificio de Cristo (Is. 53:4–5; Mt. 8:17; 9:29; 1 P. 2:24).
h) La sanidad es parte integral del evangelio, el Señor Jesucristo encomendó el ministerio de la sanidad primero a los doce, luego a los setenta, más tarde a toda la iglesia y finalmente a cada creyente en particular (Lc. 4:18–19; 10:9; Mr. 16:15–20; Mt. 10:7–8; Jn. 14:12–13).
i) Las últimas palabras del Señor Jesús constituyen una promesa permanente de su poder sanador (Mr. 16:18; Stg. 5:14).

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La esperanza bendita

La resurrección de los que han muerto en Cristo y su arrebatamiento junto con los cristianos que estén vivos cuando el Señor venga, es la esperanza inminente y bienaventurada de la iglesia (Ro. 8:23; 1 Co 15:51–52; 1 Ts. 4:16–17; Tit. 2:13). Los que murieron en Cristo, resucitarán con cuerpos glorificados (incorruptibles), y los creyentes que estén vivos al momento de producirse el arrebatamiento, serán transformados, recibiendo igualmente un cuerpo glorificado, para unirse todos en el mismo instante a su Señor (1 Ts. 4:16–17). Con el arrebatamiento, la iglesia será librada de pasar por la gran tribulación, un período de angustia y sufrimiento en el cual, Dios ejecutará sus juicios sobre los moradores de la tierra que rechazaron su oferta salvífica (Jer. 30:7; Dn. 12:1; Mal. 4:5; Mt. 24:21; Ro. 2:6–9; 1 Ts. 1:10; Ap. 6:16–17).

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El reino milenial de Cristo

Cuando concluya la gran tribulación tendrá lugar el regreso visible de Cristo. En esta segunda venida, Cristo vendrá con sus santos para reinar sobre la tierra por mil años (Zac. 14:5; Mt. 24:27–30; Ap. 1:7; 19:11–14; 20:1–6). Este reino milenario traerá la salvación de Israel como nación (Ez. 37:21–22; Sof. 3:19–20; Ro. 11:26–27) y el establecimiento de una paz universal (Sal. 72:3–8; Is. 11:6–9; Miq. 4:3–4).

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El juicio final

Habrá un juicio final, después del Milenio, en el que los pecadores muertos serán resucitados para comparecer ante el Gran Trono Blanco y ser juzgados según sus malas obras. Todo aquel cuyo nombre no se halle en el Libro de la Vida, será consignado a sufrir castigo eterno en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda, junto con el diablo y sus ángeles, la bestia y el falso profeta (Mt. 25:46; Mr. 9:43–48; Ap. 19:20; 20:11–15; 21:8).

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Los cielos nuevos y la tierra nueva

Cuando tenga lugar el juicio del Gran Trono Blanco, los cielos y la tierra huirán de la presencia de Dios, y ningún lugar se hallará para ellos (Ap. 20:11). Lo anterior sugiere que dejarán de existir y serán cambiados (Sal. 102:25–27). Isaías profetizó que Dios crearía nuevos cielos y una nueva tierra (Is. 34:4; 51:6; 65:17). Nuestro Señor Jesucristo afirmó que los cielos y la tierra actual pasarán (Mr. 13:31); y por las palabras del apóstol Pedro podemos comprender que esa era la esperanza eterna de la iglesia neotestamentaria: “Nosotros esperamos, según sus promesas, cielos nuevos y tierra nueva, en los cuales mora la justicia” (2 P. 3:10–13). Este acontecimiento tendrá lugar después del juicio final (Ap. 21:1).